Hola: como ya estoy un poco harto de que me reconozcan por la calle, me haré llamar… Mario G. no. Espera. Demasiado fácil. Mejor, M. García. Eso es: M. G. Una vez preservada la intimidad, diré que soy un verdadero coleccionista de catástrofes.
A ver: me explico. No soy de esos que allí donde van sucede un maremoto o se cae un avión. Estoy un escalón por debajo. Se trata de que nunca he disfrutado de un evento. Veo que sigue sin quedar demasiado claro. De modo que, simplemente, te voy a contar qué hice el domingo.
Uno de cada dos domingos, voy al estadio a disfrutar de mi equipo. Aunque llamarle “estadio” a un campo de Primera Regional es hacerle un favor que no merece. Vamos a dejarlo en que es un terreno cubierto de césped con una valla alrededor que hace las veces de límite del campo y de incomodísimo asiento para los aficionados.
Una afición acérrima
En el campo se reúnen, entre familiares y amigos de los jugadores, novias y gente que como a mí no les entusiasma el fútbol, pero quieren ir a algún lado el domingo después de la siesta, unas quinientas personas. Suficientes para que las cincuenta o cien que acompañan al equipo visitante no celebren sus goles con demasiado entusiasmo.
Pero el del pasado domingo era un derbi de la máxima rivalidad: el Cascatibias FC, ejerciendo de local contra el Deportivo Tuercebotas. Un duelo por el décimo cuarto puesto a sólo diez jornadas del final de la primera vuelta. Éramos, como poco, setecientas cincuenta personas contando a los dos guardias civiles con una cara de aburrimiento y de haberlo visto todo que dejarían a Steven Seagal por un tipo expresivo.
Si es que se veía venir…
Segundo tiempo. Minuto 20, según mi cronómetro (en el campo no hay ninguno en el marcador digital: los números de goles se mueven cuando el encargado toma las cifras y las cambia en la valla-marcador apretándolas con los dedos, de ahí lo de digital). Dos a uno. Un servidor, sentado en la banda izquierda del ataque.
La defensa del visitante acaba de hacerse con un balón fácil. Nuestro delantero sube a presionar por la derecha, de modo que el defensor decide cambiar el juego de banda. Manda un pase todo lo ancho del campo que su compañero del Tuercebotas no atrapa. El banderín del juez de línea –eso de “árbitro asistente” que para los campos de Primera, más políticamente correctos- sufre el impacto del esférico y sale volando…
Lo siguiente que recuerdo a un tipo de la Cruz Roja, conteniendo la risa mientras me preguntaba que cuántos dedos veía. Quince, claro.
Eventofobia
Si este fuera un caso asilado, no me preocuparía, pero me temo que estoy desarrollando una “eventofobia galopante” a base de acumular experiencias de este tipo, que iré compartiendo, siempre y cuando me deje el tipo que escribe este blog. A ver si así, contándolas, me exorcizo y dejo de sufrir catástrofes cada vez que participo en un evento.
Por cierto: el Cascatibias y el Tuercebota empataron a dos. El defensa que dio el pase fue también el que daría la asistencia del gol del empate. El receptor que no consiguió atrapar el envío que acabaría lesionándome, tuvo que ser sustituido tres minutos después presa de un incontenible ataque risa. El juez de línea siguió el partido sin mayores complicaciones y el banderín aspira ahora a entrar en el museo de los accidentes tontos dignos de un programa de vídeos caseros.